Soy lo que fuimos

Corría el año 2003. Después de la tensión del agotador proceso de selección lo había conseguido.

En aquella época, trabajar en el área de Business Engeneering era formar parte de la joya de la corona.

Los proyectos más innovadores de la compañía American Express nacían en sus salas de trabajo y puestos de ordenador. Para cualquier joven de mi edad, ambicioso y con energía entrar allí era en sí un premio: te daba vidilla. Fue una promoción interna tras 9 años en diferentes departamentos.

Por delante, un proyecto a 14 meses, con un equipo recién formado de expertos de diferentes países y áreas de la compañía. Ya me hubiera gustado tener la mitad de conocimientos que tenían algunos de ellos en algunas áreas. Me habría ahorrado más de un disgusto.

La estrategia corría en pirámide de tres: tres analistas de campo. dos ingenieros de desarrollo y un gestor de proyecto: ese era mi rol. Había otro equipo espejo igual al mío.

A su vez yo dependía de mi jefa francesa. Una auténtica maestra en relaciones humanas. Me llevó hasta mis límites, y me hizo platearme ciertos valores. Enseguida supe que solo entendería el lenguaje de los números, pero a cambio me brindó una de las mejores lecciones de mi vida. Hoy hago lo que hago por algunas de las decisiones que tomé en aquella época, a su lado.

El desafío de mi equipo era claro: algo más de 6 cifras para invertrir en proyectos de innovación interna que reportaran en el plazo de 3 años ahorros por valor del triple.

Aquellos números y riesgos imponían. Lo más inmedito era analizar dónde daría más fruto la cosecha: en qué áreas.

Y resultó que me di de bruces con el establisment y la política interna. Algunos de nuestros mejores oceános azules identificados eran “propiedad privada” de grandes figuras o pequeños reinos de taifas. Cada país tiene su propia forma de entender las relaciones humanas, aún cuando los números son los mismos para todos.

Lo que hace grande a compañías como ésta, es que suelen considerar al ser humano un verdadero activo capaz de hacer la diferencia en un mundo en el que casi todos usan los mismos trucos, las mismas armas, los mismos procesos, la misma tencología: no son los ingredientes, es cómo los mezclas. Por supuesto, los ingredientes han de ser de razonable calidad.

Ahí estaba el otro gran reto: ¿cómo hacer que personas con diferentes orientaciones, conocimientos e idiomas de origen diferente se pusieran a funcionar como un todo?

Allí comprobé por primera vez la fuerza de un sentimiento compartido. Una experiencia potente. Y allí me enamoré del arte de construir equipos humanos y de usar todo lo que se te ocurra hasta dar con la tecla común. Siempre la hay.

Mi maestra me sugirió que aprovechara la fiebre inicial: no duraría siempre.

Hicimos nuestro primer outdoor de arranque en pleno invierno, en una finca a las afueras de Brighton, donde se contraba el centro de operaciones para la región de EMEA. Allí rendíamos cuentas.

La meta era clara: 7 grandes proyectos multi país tocando 7 áreas y 7 productos: era una casualidad, y lo llamé el Proyecto 14:7-7, así, a pelo.

Fue mi primer fracaso creativo, entiendo que nadie hiciera palmas cuando lo anuncié. Hoy, vendería más llamarlo One Team to Win o algo así… que mola más, pero al menos era una etiqueta que entendíamos igual todos, los latinos, los europeos nórdicos y los asiáticos. Los americanos jugaban en otra liga.

Jamás hubiera sorteado con éxito la maraña política de intereses cruzados que supone moverte en redes humanas complejas y conseguir cosas entre personas con intereses tan distintos: parece mentira que trabajáramos para la misma compañia. Pasa más de lo que pensamos. Solo de la mano de mi feja pude salir medio airoso de algunos embrollos que me llegaron a quitar el sueño en varias ocasiones.

A, B y C consiguen juntos vender D, pero resulta que A se considera mejor y con más derechos que B que a su vez intenta defender lo suyo frente a C. Y ahí es cuando C se carga de autoridad y le pasa el marrón a A que es quién había empezado el desequilibrio: al final se enzarzan ahí a ver quién es más importante que quién y a tomar por viento D, que es lo que daba sentido al hecho de estar juntos. Una patología organizativa bastante frecuente también: “Yo a lo mío y los demás que se apañen”, eso sí: que no se note.

Empazamos a cosechar buenos resultados rapidamente, la fiebre aplicaba su lógica, pero luego entramos en una larga temporada de estancamiento y poca energía: nos superaban las cargas de trabajo. Era agotador. Cada día era un desafío constante. Una química que te llegaba a enganchar desde muy dentro: sentías un chute, un cierto poder, y aunque temporal, te servía para continuar. No hacías daño a nadie, salvo que no calculabas bien los costes personales a pagar al final del asunto.

Los fines de semana me aburría, y además tenía el correo hasta arriba. No paraba de trabajar. La atracción por la energía de los desafíos de los proyectos era más poderosa. Me sentía vivo. Yo era otro, sin duda. Pero me miro en esos capítulos y se que era lo que me tocaba vivir: ahora tiene sentido.

Hoy hace justo 12 años que cerré la puerta de aquella sala de trabajo con lágrimas en los ojos por la cariñosa despedida que acababa de vivir con aquel maravilloso equipo que no dejó de sorprenderme hasta este último momento.

Lo más importante no es que consiguiéramos el objetivo con creces, aunque es una vacilada que me gustaba recordar para darle un bañito de piropos a mi disimulado ego.

Mi verdadero premio llegó con demora. Lo había dado todo, y eso suponía precio-recompensa. ¿Qué pesaba más y qué llegaba antes? A mi me llegó antes el precio que la recompensa. Tenía 27 años y algo se estaba quebrando, no mucho, pero de vez en cuando lo acusaba. No es que eso me preocupara. Había comprendido cómo funcionaban las cosas. Me parecía un acuerdo justo.

Creía que era cuestión de tiempos de recuperación y autorregulación de ritmos. Pero lo verdaderamente clave era que para mantener ese ritmo, necesitaba que la contrapartida de ese precio repondiera a un nivel de sentido superior. Lo conseguí durante un cierto espacio de tiempo, hasta que dejó de ser una cuestión de tiempo. Era el precio de crecer.

Descubrí que lo que de verdad me daba la vida era la energia que da el hecho de saber que estás “construyendo”, lo que sea, pero creando algo. Si sabes que eres parte de ese algo te hace sentir de maravilla, y si eres el co-responsable, qué te voy a contar.

Si le tenía que poner el alma a algo necesitaba que ese algo fuera algo mucho más grande que unos datos. Llegué a un punto en el que ya no era cuestión de más tamaño de lo mismo. Por eso, casi sin avisar, llegó la fecha de caducidad. Gracias a aquel equipo descubrí con claridad mi alma emprendedora. No iba a ser fácil, pero era posible.

A veces el facebook no acierta. Pero a veces te recuerda aquella foto que te conecta con un capítulo de tu historia que merece ser recordada, aunque sólo sea para sonreir al ver cómo pasa el tiempo, lo relativo que puede llegar a ser todo para luego, vaya usted a saber.

Ver el paso del tiempo y al mismo tiempo ver que no has renunciado a lo que siempre creiste de verdad es un regalo que merece ser guardado a buen recaudo. Por dónde se ha pasado para aprender ciertas lecciones puede ser algo circunstancial. Lo que mantienes fijo mientras pasas por esos sitios es lo que acaba siendo tu mayor tesoro. Da igual los cambios por los que pases. Esa constante sigue ahí, si la cuidas, si la escuchas de vez en cuando. Si la riegas.

A veces el baúl de devuelve alguno de tus MCR: momento de cambio de rumbo. No se puede morir sin al menos uno de estos en el curriculum. Eso sí, que nadie me lo elija, es algo intransferible que corresponde a uno mismo.

Con todo mi cariño para aquel maravilloso equipo: Marco, Jessica, Helena, Natacha, Alexander, Jure, Sofía, Karsten, Beatriz, Tim, Per, Sofía, Ramón, Manuel.

Y sobre todo, para mi maestra Francoise.

12 años después, sigue siendo una de mis mejores experencias de equipo, y aunque cada uno hemos surcado nuevos rumbos sé que ninguno olvidamos aquellos años.

(Le debo una al libro de las caras).

Bona nit.

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